FarmaFia

–Esta noche he tenido una pesadilla. Surrealista, pero terrorífica si te paras a pensar sobre ella. Resulta que los druidas no eran aquellos ancianos venerables, guardianes de una sabiduría inmemorial, que aconsejaban y sanaban a sus paisanos; en realidad, eran unos embaucadores que les daban pócimas y ungüentos que les convertían en enfermos crónicos.

Y eso cuando no se inventaban directamente supuestas enfermedades para que así tuviesen que recurrir a ellos buscando su sanación. Por ejemplo, hacían correr el bulo de que la roña acumulada bajo las uñas atraía a los espíritus maléficos; el populacho ingenuo y amedrentado se apresuraba a acudir a ellos, quienes los «sanaban» lavándoselas con jabón, obteniendo pingües beneficios.

Porque estos druidas, lejos del generoso altruismo de la tradición celta, cobraban por sus ensalmos, con lo que llegaron a hacerse obscenamente ricos a costa de aquellos a los que aparentaban ayudar, pues los convertían en adictos dependientes de sus brebajes. De esta forma, hicieron de sus congéneres un enorme y sumiso rebaño que podían explotar a su conveniencia, e incluso utilizar como conejillos de indias para sus experimentos.

–¡Jajaja! ¡Desde luego, qué absurdo es el mundo de los sueños! Imagínate que, hoy en día, las organizaciones sanitarias o las empresas farmacéuticas se dedicasen a inventar pandemias o medicinas que no sirven para nada, en vez de preocuparse por la salud de la humanidad.

–¿Y si en realidad es eso lo que están haciendo?

–¡Venga, hombre, no me seas conspiranóico! Los ciudadanos no somos tontos; ya nos habríamos enterado.

–Yo no estaría tan seguro. En una sociedad carente de inquietudes y en la que la gente sólo sabe lo que le cuentan en la televisión, estoy convencido de que las propias instituciones podrían haber dado la alerta, o se podría haber denunciado a las farmacéuticas por genocidio ante la Corte Penal Internacional, y la inmensa mayoría no se habría enterado de nada.

Así habló Teachezé